lunes, 31 de octubre de 2011

La Santa Compaña

En septiembre llegué de Galicia con una extraña sensación.

Alguien como yo, acostumbrada sumamente a llamar verano al verano, se siente desorientada cuando arriba a una tierra donde día sí, día no, amanece nublado, con un sol incierto y dudoso de su propia existencia. Eso le lleva a una inexorablemente a preguntarse por la veracidad del resto de lo que la rodea.

Pero había una cosa que me hacía sentir como si estuviera en mi pueblo de Cáceres; algo que, en antítesis, me hacía palpar la realidad: el constante recordatorio de la Santa Compaña, el "memento mori".


Al contrario de lo que mucha gente cree, no es una tradición exclusivamente gallega, sino que atañe también a Asturias, León, Zamora, Salamanca y por último, Cáceres.

A poco que indaguéis en la omnisciente Wikipedia, ésta os dirá que en Asturias la llaman Güestia, en León, la Huéspeda o hueste de ánimas; en Zamora la cosa se reduce a una mujer llamada Estadea; en Salamanca, la Estantigua y ya llegando a las Hurdes, Corteju de Genti de Muerti. Pero en mi pueblo no se andan con particularidades: La Santa Compaña, que nos entendemos todos.


También tiene su explicación, y es que un importante éxodo de gallegos se estableció al norte de Cáceres allá por el XVIII, y su arraigo a las antiguas costumbres ha pervivido siglo tras siglo con mayor o menor fortuna para según qué cuál.

En mi pueblo y en los vecinos siguen tocando a muerto cuando, en noviembre, el mes de los Santos, cae la noche. No vaya a ser que cualquier arriero se encuentre por los caminos a la Santa Compaña y no pueda echar mano de un cruceiro, que por mi tierra precisamente no abundan (también tuvieron idea de peón de caminero trayéndose la leyenda y no la necesidad de levantar cruceiros) En otras palabras, que si te pilla en Galicia, no hay problema, pues los cruceiros están tan extendidos que parece que los vendan en el IKEA; pero si te pilla en Cáceres… Mejor que no te pille.


De pequeña mi abuela me contaba la historia de la Santa Compaña, que a su vez se la contó su madre. Pero desengañaos; no eran cuentos para asustar a los niños; más bien era un manual de uso en caso de encuentro accidental. Nunca venía mal saber qué hacer en ese trance y más valía prevenir que curar (porque como te la tropezases y no supieras cómo protegerte de ella, curar, ibas a curar poco)

Quien más y quien menos, por esos lares tiene algún familiar que se la encontró. Lo curioso es que todas las vivencias son sospechosamente similares. Os pongo en situación:

Mes de relativo fresco. Crepúsculo. La persona en cuestión se percata ya tarde de que debe regresar al hogar y coge el camino (sendero, vereda, trocha… vamos, sin asfaltar) de vuelta; por supuesto a pie y sola (si queréis le añadimos algo de neblina para aumentarle la desorientación y el desasosiego a la pobre)

Poco a poco parece caer en la cuenta de que lleva un rato oyendo un tintineo, que al principio, apenas perceptible, desdeñó; mas ahora suena nítido y aproximándose.

Y ya no sólo es el sonido agudo de una campanita, sino que va acompañado del gorigori (lo que viene siendo un canto fúnebre, un miserere en latín chapurreado), que trae un olor de cirios encendidos y de sudarios y mortajas (eso es un problema para aquél que no sepa muy bien cómo huele aquello, porque ¿cómo va a saber entonces que se le acerca una procesión de almas en pena?)

El/la protagonista ya se va percatando de la magnitud del asunto y trata por todos los medios de recordar lo que sus mayores le contaron aquella noche a eso de las 8, al calor del fuego. Y aquí es cuando cada uno hace lo que le da la gana: uno se tirará al suelo boca abajo y si le pasan por encima, pues que le pasen; otro saldrá corriendo porque, ¡oye!, los espectros tampoco parece que vayan muy rápido; alguno que esté un tanto rollizo como para correr recordará que le dijeron que había que comer algo, de modo que ya puestos, aprocecha para cenar; y suma y sigue.


Si es que al final, se puede hacer casi cualquier cosa, menos hablar con ellos, aceptarles una vela (que ya ves tú para qué la quieres) o mirarles a los ojos.

Este tipo de precauciones sólo hay que tomarlas en la hipotética situación de que un urbanita se halle perdido en el campo, alejado de la civilización. Porque esto en las grandes ciudades no se da. Como dice mi tío, a La Santa Compaña no se le ocurre entrar en Madrid, porque seguro que le roban los cirios y no está la coyuntura actual como para andar gastando.

De modo que ya sabéis, cuando os encontréis con la Santa Compaña, cerrad los ojos, sacad vuestro móvil y grabadlo a tientas, y luego lo vendéis a Cuarto Milenio, que cuanto más pinta tenga de “Proyecto de la Bruja de Blair”, mejor.


Dulces sueños…

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